Estamos vendidos

Recientemente, escribiendo mis movidas, me dio por ver escenas de El Trueno azul (1983), la película protagonizada por Roy Scheider, Malcolm McDowell y compañía. El caso es que mi mente me volvió a jugar una mala pasada y me retrotraje a la primera vez que la vi. Recuerdo ver aquel helicóptero rasgando el aire a velocidad vertiginosa con su hélice y constatar que, efectivamente, era mucho más que un centinela del cielo. Ello me hizo reflexionar sobre la sociedad actual, esclava de las nuevas tecnologías y presa de los dispositivos y las pantallas. Podría decirse que es un poco como Cautivos del mal (1952), pero aplicado a nuestros tiempos. Vivimos en la era de la inmediatez y lo políticamente correcto, una religión —menuda mofa— que cada segundo suma más adeptos, esas fuerzas oscuras que, como diría Albus Dumbledore —Michael Gambon—, intentan —ya lo han hecho— penetrar los muros de este castillo, entiéndase esto último como esa trinchera donde muchas personas tratan de poner un poco de cordura en medio de este fuego cruzado, de este sinsentido donde en muchos casos ya no se hace cine o se escribe para cautivar, sino para no ofender. Estos son los días que nos ha tocado vivir, pero no se preocupen; todo puede ir a peor, máxime con los mandatarios que nos gobiernan, si bien lo que hay al lado, se mire por donde se mire, es aún peor. Asusta al más valiente. Esto mete miedo al pánico, como Leslie Banks en El malvado Zaroff (1932). Nunca olvidaré esa mirada, enajenada y presa de la insania, corriendo detrás de sus presas, encarnadas por Joel McRea y Fay Wray respectivamente. El mundo actual, que está loco, loco, loco, loco, se asemeja bastante; somos presas de unos depredadores ataviados con traje y corbata. Oradores que sueltan soflamas en un discurso prefabricado para meterle más mierda en la cabeza a los electores. Los políticos son infames, independientemente del color. Personajes capaces de vender a su madre por un puñado de votos.

Las personas somos la moneda de cambio para que estos trepas sigan perpetrando barbaridades. El asunto puede resumirse en «hoy digo A y mañana B». Uno ya lo entiende y queda completamente desolado, como ese personaje interpretado por Louis Jourdan en Carta de una desconocida (1948) cuando se da de bruces con la realidad. ¿Cómo es posible que ni siquiera se acordase? Pues crean que prefiero verme en la tesitura de Joan Fontaine en la película, por muy doloroso que sea el hecho de que la persona amada no me reconozca, que tener que depender de unos desalmados que tienen un trozo de corcho por corazón. Son demasiadas promesas incumplidas, y vaya por delante que esto no es una queja formal, sino una columna en la que plasmo mis reflexiones, pensamientos que desearía no tener, si bien, en ese caso, el mundo sería más feliz, utópico incluso, como en la novela de Aldous Huxley, pese a que no es oro todo lo que reluce, como bien queda reflejado en la historia. Cada domingo me hago la misma pregunta: ¿Cuándo se jodió la humanidad? Son muchas las respuestas que me vienen a la mente, y todas desagradables. Lo que sí puedo decirles es que estamos solos ante el peligro, y esta vez no vendrá Gary Cooper a ayudarnos.

The Phantom of the Opera


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