Miedo súbito

En 1952, David Miller dirigió a Joan Crawford, Gloria Grahame y Jack Palance en la película que da título a esta columna. Últimamente, viendo la deriva del mundo, las reflexiones que realizo y que luego plasmo en este periódico digital, son las que nunca pensé que tendría que escribir. La escritura es un oficio muy noble y sacrificado, máxime si uno es bueno y tiene talento, ya que lo de buscar la excelencia es el rasgo distintivo que diferencia a los buenos de los mejores. Sea como fuere, yo no soy ni lo uno ni lo otro, por lo que no debo preocuparme por eso. Decía Fernando Fernán Gómez en La lengua de las mariposas (1999) que el infierno somos nosotros mismos. El odio, la crueldad y la violencia son las notas dominantes de un planeta que bien podría llamarse catástrofe, escoria o muerte, pues esto último, desgraciadamente, está a la orden del día. Como bien saben, la música también anticipa cosas o trata temas de rabiosa y terrible actualidad, como por ejemplo ocurre en «La casa por el tejado», de Fito y Fitipaldis, cuya letra contiene una frase que resume a la perfección el asunto: «ya no sé si el mundo está al revés o soy yo el que está cabeza abajo». En lo que a mí respecta, un poco de las dos. En la comunidad cinematográfica de Tuiter, cuando escribimos sobre películas y comentamos nuestras impresiones, suele haber alguna persona que suelta «cualquier tiempo pasado fue mejor», aplicado al séptimo arte, claro, si bien en lo concerniente a nuestro modus vivendi, opino humildemente que existen factores que hacen que nuestra calidad de vida empeore de forma paulatina. No me refiero solamente a los locos que juegan a tirar pepinazos por diferentes territorios del globo, sino al miedo en sí mismo. Se le atribuye a Joseph Goebbels la máxima «una mentira repetida mil veces se convierte en verdad». Bueno, no necesariamente mil, claro está, pero lo suficiente para que cale el mensaje. La ilusión de verdad domina las mentes de los individuos, y por ello es uno de los pilares fundamentales de la propaganda, un elemento letal en muchas situaciones. Más de las que nos podamos imaginar. Todo esto viene a raíz de la era en la que vivimos, la cual no es más que una vorágine de sucesos, información, opiniones —los todólogos, esa especie inclasificable— y tuits de Paco el de Carrión de los Condes proponiendo ideas para solucionar los conflictos del mundo mundial.

Ya saben que aquí va cada loco con su tema, y las visiones no pueden ser más dispares. A lo mejor, el hecho de que los gobernantes, no solo en España, sino en líneas generales, hoy digan A y mañana B, tiene algo que ver en este particular. Son tantos cambios de parecer que uno ya no sabe a qué atenerse. Quizá —seguro— esta gente no se ha parado a pensar en el poder que tiene un simple tuit escrito deprisa y corriendo, sin contrastar y sin prácticamente tener información acerca de lo que en el mismo se recoge. A lo mejor, y solo a lo mejor, no son conscientes de que la gente se lo termina creyendo para acabar reflejando su opinión en este paraje selvático de las redes sociales, lleno de odio, bulos, falsedades e imágenes de gatos.

El miedo controla absolutamente a todo el mundo, y esa es precisamente la filosofía de aquellos que trafican con el dolor de los inocentes al tiempo que se llenan los bolsillos en medio de toda la sinrazón. Mercaderes del sufrimiento con el corazón de piedra y el alma desnuda, pero no como ocurría en la película de Max Ophüls, no, sino carente de humanidad, nobleza y amor. La deshumanización que se pone de manifiesto en Blade Runner (1982) no era un anticipo ni una metáfora de la sociedad actual, sino que ya estaba ocurriendo en ese momento. La luz agoniza, sí, como también es un acto de valentía reconocer nuestros propios miedos, lo mismo que nos hace humanos y nos diferencia de los bárbaros.

The Phantom of the Opera


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