Una nueva esperanza

Los médicos me recomiendan que no lea la prensa para evitarme disgustos, y eso hago, pero viendo el panorama es una tarea que se antoja altamente complicada. Sea como fuere, la columna de hoy no versa sobre piratas de traje y corbata, locos sedientos de conquista o individuos tan repulsivos como aquella escena de Trainspotting (1996) en la que Mark Renton —Ewan McGregor— se introduce en el inodoro para acceder a un submundo infecto —más— de inmundicia. Por primera vez en bastante tiempo, hoy sí que siento verdadero placer al escribir estas líneas, puesto que hablan de lo que más me gusta: el cine. Ustedes saben tan bien como yo que este arte es vida de repuesto, el último refugio donde, al igual que ocurre con los libros, podemos cobijar nuestros sueños para que no se mueran de frío.

Hace unos meses, en Oviedo, se emprendió el proyecto de levantar un cine en el centro de la ciudad. A muchos podrá parecerles algo normal, máxime si gozan de semejante privilegio en sus lugares de residencia, pero en lo que a mí respecta, hacía la friolera de diecisiete años que las salas no formaban parte del casco urbano. Todavía recuerdo el letrero de los Brooklyn, en la calle General Zubillaga, donde todavía se pueden ver algunos vestigios del último templo que echó el cierre, fundiendo a negro la ciudad y los corazones de sus espectadores. Frecuentemente evoco ese final de Cinema Paradiso (1988) y pienso en el niño que fui. En el fondo, sigo siendo ese infante al que colaban en películas no aptas para su edad y contemplaba la gran pantalla sentado en una almohadilla para que mi horizonte no fuese la butaca de delante. Hoy, ante mí, se abre un futuro prometedor, algo que la ciudad llevaba demasiado tiempo pidiendo. Un horizonte de grandeza que ha prendido la llama de la esperanza y ha hecho que mis ojos vuelvan a brillar de felicidad. La misma que recorre mi cuerpo cada vez que vislumbro los rótulos iniciales y me dispongo a entregarme a los placeres de una nueva aventura. De una nueva vida que, independientemente de su duración, me hace sentir en casa. El día que no experimente ese escalofrío, habré muerto. Entretanto, lo que queda es disfrutar del camino. Basta un breve encuentro, sea o no en la tercera fase, para hacerme feliz, igual que le ocurría a Jeanne Moreau con las fichas en La bahía de los ángeles (1963). Actualmente necesito más que nunca evadirme del mundo. Este sitio está loco, loco, loco, loco, y conviene repetirlo cuatro veces para que cale el mensaje, lo mismo que sucedía con la película de Stanley Kramer. La frivolidad, el individualismo y la egolatría son las notas dominantes de la sociedad contemporánea, si bien es bonito comprobar que, cuando se apagan las luces, en la sala reina el silencio —afortunadamente—, un silencio que solo se equipara a la pasión por el celuloide y a no querer perder detalle de la historia que están a punto de contarnos. Yo no tengo muchas certezas en la vida, pero puedo asegurar que cada día estoy más loco por el cine.

The Phantom of the Opera


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