Animales salvajes

Recientemente vi La zona de interés (2023), de Jonathan Glazer, y lo pasé verdaderamente mal. Pese a que el metraje me resulte un tanto lento, el mensaje que lanza el cineasta londinense, sustentado en un guion muy bien hilvanado, es demoledor. Siempre me acuerdo del comienzo de la novela «Conversación en la catedral», de Mario Vargas Llosa. «¿En qué momento se había jodido el Perú?», y no puedo evitar pensar hasta qué punto banalizamos el mal que nos rodea. Es precisamente en esa cotidianeidad del horror donde reside el miedo que atenaza al espectador durante todo el metraje. ¿Nos interesa conocer la realidad o vivimos cómodamente en la ignorancia? ¿Qué hay detrás del muro? Recuerdo ver Oppenheimer (2023) en el cine y salir sobrecogido con la frase «me he convertido en el destructor de mundos». El mundo está loco, loco, loco, loco, y conviene repetirlo las cuatro veces, igual que lo hacía la película de Stanley Kramer, pues el mensaje debe calar. ¿Se acuerdan de Dolores Umbridge —Imelda Staunton— en Harry Potter y la orden del fénix (2007), cuando tatuó en la mano de Daniel Radcliffe «no debo decir mentiras?» Pues esto es lo mismo; es preciso que el significado del largometraje de Glazer llegue a lo más profundo del alma de aquellos que que hayan tenido estómago para verlo. Hablo en estos términos porque no es fácil afrontar el asunto de la forma en la que lo hacen los personajes de esta historia.

El otro día estaba tomando una copa con una amiga —se parece mucho a Marlene Dietrich; imagínense la devoción que siento por ella— y salió el tema de los todólogos que se dedican a soltar soflamas y gilipolleces por las redes sociales, erigidos en especialistas en guerras en Oriente Medio e invasiones de territorios fronterizos con el fin de «desnazificar» a la población. ¿Quién es el verdadero nazi en todo esto? ¿Realmente nos importa lo que sucede en otros lugares, o todo forma parte de un discurso ponzoñoso y prefabricado para impresionar a la peña?

Quizá la deshumanización que se ponía de manifiesto en Blade Runner (1982) se esté abriendo camino a pasos agigantados en las sociedades contemporáneas, lo cual me lleva a formularme otra pregunta: ¿somos animales salvajes? Está claro que el peor enemigo del ser humano es él mismo. Tenemos la capacidad para construir territorios enteros y luego destruirlos por un ideal. El ideal de la codicia, la ambición y el dinero. «La crueldad, el odio… eso es el infierno», decía don Gregorio —Fernando Fernán Gómez— en La lengua de las mariposas (1999). A veces el infierno somos nosotros mismos. Lo mejor y lo peor en escasos segundos. Me gusta pensar que todavía existen personas que, pese a estar en medio de un fuego cruzado, donde unos espectadores adictos a la televisión encuentran graciosas las barbaridades que se proyectan, tratan de poner cordura en todo este pifostio. Por mí parte, sé que predico en el desierto y ni siquiera soy merecedor de esa triste medalla de cartón a la que alude la canción de Fito y Fitipaldis, pero no me importa. Yo no escribo para agradar a nadie ni para quedar bien con estos o aquellos. Lo hago por pura necesidad; de algún modo me siento liberado al plasmar mis movidas y reflexiones acerca de este mundo de bestias. Los monos de 2001: una odisea del espacio (1968) actúan con más coherencia que muchos bípedos con casa, coche, cuenta bancaria y perfil cinematográfico en Twitter. Por no hablar de los de la película de Franklin Schaffner, cuyo desenlace, apocalíptico donde los haya, parece que está más cerca de lo que pensamos. En cualquier caso, puede que en algún lugar recóndito del planeta, esté gestándose una nueva esperanza concebida para dar un giro de timón al asunto y que volvamos a ilusionarnos, igual que cuando Julie Andrews baja del cielo en Mary Poppins (1964). Entretanto, hay que seguir buscando la rosa púrpura del Cairo.

The Phantom of the Opera


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